Don Antonio, El General, tortura y mata sintiendo
un indescriptible placer escuchando los gritos desgarrados de sus indefensas
victimas atadas con cables y vendados los ojos para no ver sus almas escapar
aterrorizadas de sus cuerpos desvalidos.
Su excitación aumenta ante la vista de la sangre
roja y espesa de esos seres inermes.
Mientras las mujeres del general reunidas para el
ritual de los jueves, jugaban a la canasta evocando infidelidades y tratando
con desprecio a la mucama, reían con sus risas huecas, sin sonidos, solo muecas
agrias como sus vidas cuando, faltando solo 15 minutos para las 5 de la tarde
el general muere ahogado en tanta sangre derramada y ese mismo día bajó a los
infiernos.
Era tanto el calor del averno que bebió mucha agua
y ahogado, se volvió a morir y nuevamente bajó a los infiernos y como el calor
seguía siendo intenso continuó bebiendo agua y otra vez volvió a morir y una
vez más bajó a los infiernos de los infiernos y la sed por tanto fuego no se
apaciguó y se bebió todo un mar de agua salada y volvió a morir y de nuevo bajó
a los infiernos.
La sequedad de su garganta era tan grande,
pero tan grande que una vez más bebió de esa inagotable vertiente de agua
salada formada por las incontables lágrimas de sus víctimas que llenaban el
Atlántico.
Durante este recorrido turístico de
infierno en infierno el séquito de mujeres del general lo escoltaban en su
partida lamentándose de su inmerecido sufrimiento y rindiéndole santo tributo.
En la vereda de enfrente, una mujer de falda muy
corta, tacones muy altos y boca muy roja, con su sombrillita protegiéndose del
intenso sol esperaba por un cliente.
Cuando éste apareció le preguntó -¿Cuánto?- y ella se fue con él.
Las mujeres del general, escandalizadas, la
señalaron con el dedo mascullando entre ellas -¡Que zorra!
Y es al día de hoy que aún estas mujeres,
las mujeres del general, siguen sin
comprender la dignidad de una puta.
Micro
relato satírico sobre la muerte de antonio bussi y las
mujeres
que aquel día custodiaban el féretro muy
compungidas.
Hago
notar que las minúsculas con que escribo su nombre
son la huella de mi repudio y desprecio.
Las mujeres del general (Cristina Leiva - Cris, Lacasrancha)
En mi jardín tenía un
olmo inmenso, de más de diez metros de alto, con sus raíces exageradamente
largas e invasivas. Sus brazos desordenados y enormes eran verdaderos árboles
aéreos de gran porte que cubrían los techos y cobijaban los nidos de los
horneros. Su copa era protectora y muy contenedora, me protegía del intenso sol
del verano y los cientos de pájaro que vivían en ella alegraban mi despertar
por las mañanas.
Un mal día, decidí
sacarlo y contraté un “arbolero” que pasó muchas horas estudiando, analizando
el lugar exacto en que anudaría las sogas; el momento justo en que sus
compañeros jalarían de ella para coincidir con el último hachazo que haría caer
esa rama en el lugar indicado.
La contienda entre el
olmo y el arbolero fue feroz.
Sus ramas respondían
con dureza a los hachazos. Se agitaban. Cimbraban con fiereza ante cada golpe.
Silbaban con el viento y ese silbido se asemejaba mucho a un aullido de dolor.
Presenciar esa lucha
entre el árbol y el arbolero fue estresante para mí y una agonía lenta y
dolorosa para el olmo. Sus raíces le impedían huir de su asesino.
Intenté acariciar su
tronco lastimado por los primeros golpes y me conmovió ver unas enormes gotas
melosas y oscuras derramarse, lentamente, por su corteza, dándole un terrible
marco a la dolorosa y lenta muerte del árbol.
Sentí dentro de mí una congoja
indescriptible.
Palpité su dolor. Me quebré por la culpa. Mi
corazón se
estrujó. La muerte del árbol ((Cristina Leiva - Cris, Lacarancha)
Las transparentes aguas de las vertientes, los colores
ocres de las flores, la suave brisa que se cuela entre las hojas pintas de los
arboles entonan una melodía de amor a la vida...
Es otoño y la luz de la luna transforma a ese solitario
paraje en un paisaje de cuentos... dándole un toque especial, casi mágico, y
allí, ellos... solos... frente a frente, cada uno suspendido más allá de sus
ojos, en la mirada dulce, profunda y ansiosa que conectaba el corazón de
ella con el de él... el corazón de él con el de ella...
Sabían que pronto debían separarse y que tal vez
jamás volvieran a verse, y ella deseó con toda sus fuerzas que el tiempo no
pasara, cuando de pronto cayó aquella estrella fugaz...
Fue entonces que se dieron un beso tan pero tan largo...
tan pero tan intenso, que el tiempo, emocionado y avergonzado por su premura,
ruborizándose, se detuvo en ese ocaso prolongándolo, dándole así
eternidad al amor.
En el ocaso, un amor (Cristina Leiva - Cris, Lacarancha)
El -¿Uno…? Ella - Empiezo
con uno y continuo con otro... y otro... y otro...
hasta desintegrarme en vos convertida en tu aliento... El -Y que esos besos se vuelvan risa... y
canto... y enredados en mi voz, transformados en
suspiros... nos hagan volar…Ella -Y volamos juntos envueltos en este fuego que nos abraza y nos quema...hasta volvernos
cenizas suspendidas en el espacio. El -Y
lentamente, regresarnos en gotas de rocío... húmedos, plácidos, serenos... Ella
-¿Quieres…?
El
-Si... ¿Me das un beso…?
Ella
-¿Uno…?
Ella y él, él y ella disfrutan de este juego de amor infinitas veces hasta que
al fin, pegados uno al otro