Acostumbraba a subir al mandarino del fondo de mi casa con una
almohada y un libro y ubicarme sobre una horqueta formada por sus ramas.
Escondida bajo el follaje, llevaba para leer El eternauta y mis ojos, atrapados por
la historia, se volvían los ojos del tiempo, del misterio y de la duda que aun
hoy, a mis años, no he logrado dilucidar.
Con ese eternauta en mi pecho que llega
de un largo viaje por mis recuerdos, nostálgica y sin pretender ser como Oesterheld ni Solano Lopez ni
mucho menos como Juan Salvo, aguardo esperanzada que se abra una ventana por la cual verme, niña
aun, deseando encontrar ese túnel por el que viajaría a insólitas aventuras,
pero solo veo una larga pared de ladrillos, dos o tres árboles que se agitan
con el viento... el alumbrado público... la solitaria calle, y de tanto en
tanto el ladrido de algún perro que me vuelve a mi realidad, a mi tiempo, a Mi Hoy... y al regresar, abruptamente descubro
que el tiempo, ese tiempo que tanto me inquieta, que escapa de mis manos
esfumándose, alejándose para no regresar, no tiene principio ni tiene
final; es eterno, tan eterno como aquel eternauta de mi infancia que vive en
mi imaginación y siento tan real.
Aun hoy sigue navegando en todos mis espacios
emocionales.
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