Acorralado, con la pared contra el cañadón, se encontraba el puma.
4 dogos lo acosaban y el ya presumía que aquellas serían sus últimas horas. Venían persiguiéndolo desde varios kilómetros atrás y sus fauces se cerraban varias veces muy cerca de sus patas traseras. El ya no era el joven de otros momentos que con su uña cazadora los enfrentaba con la seguridad de vencerlos fácilmente.
Ni su velocidad ni sus reflejos eran los de antes.
Hacía tiempo que no cazaba corderos ni liebres; solo se alimentaba de cuis y ratas de campo, las que tanto había despreciado en su juventud.
Los ladridos de los perros eran insoportables y anunciaban su derrota ante la brutalidad del hombre que los guiaba.
Todo era un cruel juego que el destino develaba ante él. Ya había pasado su tiempo. Ya debía enfrentarse con la muerte.
En su vida había hecho muchas cosas, demasiadas tal vez, pero. ¿de qué podía arrepentirse un animal que por su innato instinto debía matar para comer? Ese era su sino, y si alguna vez fue injusto, sólo lo hacía para alimentarse; jamás mataba por placer u orgullo, como ese hombre que se acercaba y lo acorralaba.
Ante la opción, el hombre o él.
Mamá natura se lo había enseñado. Solo por hambre o por defender su propia vida.
El amor es como un delicado barquichuelo de papel que navegando por caudalosos riachos formados junto al borde de la acera, se divierte con pompas de ilusión; pompas de ilusión tan finitas y brillantes como aquellas de jabón escapadas de aquel burbujero de la infancia despertando nuestra admiración, y jugamos al amor, esperanzados, sin darnos cuenta que la broma cruel, que duele... que lastima... que destruye, provoca nuestra confusión al presentarle al corazón mariposas de papirola incapaces de compartir nuestro vuelo.
Poderoso poder tiene el silencio que permite al alma levitar en la eternidad de ese instante pleno y excitante en que se libera en guturales jadeos de sostenidos orgasmos, o destruirla inexorablemente, siendo tan cruel y despiadado en aquellos dolorosos juegos de encuentros y desencuentros, de búsquedas y esperas, de frío y desamor.
¡No fui capaz de vencerlo! pensaba el amor que se alejaba taciturno de aquel corazón, dejándolo vacío.
El silencio
Cristina Leiva - Cris, Lacarancha
Silencio - Beethoven - Ernesto Cortazar _ Paisajes - Relax
Las dos de la tarde. Terminó de servir a
su hombre y mientras él bebía su botellita diaria de vino Toro tinto y fumaba
sus cigarritos Fontanares sin filtro, lavó los platos, planchó sus camisas,
ordenó un poco la casa y, sabiendo que después del vinito prontito
dormiría la mona, intentó descansar en su sillón preferido y se dispuso a ver
esa novelita rosa que hacía volar su imaginación y aflorar sus más íntimos
deseos escondidos bajo esa piel maltratada por los duros años vividos.
La protagonista de esa historia tan
sugerente e idílica le hacía olvidar sus años de frustración y soledad, y le
permitía conocer otras formas de amar, con besos, con palabras dulces y
excitantes, con caricias, con olor a flores, que ella nunca había conocido.
Era su única forma de vivir una emoción, y
a él no parecía importarle.
¡Y qué más daba!, total, igualmente seguía
¿viva?...
Solo recordaba de su pasado que había
salido del yugo de su padre a los dieciséis años para caer presa eternamente
ante el yugo de su marido.
Además, lo único importante era cumplir
siempre con sus obligaciones para ganar el paraíso prometido, y eso lo tenía
bien clarito en su tonta cabecita.
Él llegaba después de sus trasnochadas
noches de juerga, casino y alcohol, la volcaba sobre la cama y, sin mediar
palabras, ni caricias, ni nada, la montaba con toda su violencia. Un dos tres y
ya está. Fin de la historia.
Dejaba sobre su cuerpo su sudor
nauseabundo, su saliva pegajosa, su semen caliente y oloroso sin ningún respeto
y se dormía inmediatamente. Ella cerraba sus ojos y, en esos tres minutos que
duraba ese coito brutal y malsano, tarareaba mentalmente una canción:
“Qué dirá el Santo Padre, que vive
en Roma, que le están degollando a su
paloma”.
Respiraba hondamente y una lágrima
escapaba de sus ojos.
No importaba ya. Sabía que el paraíso lo
tenía ganado.
Así vinieron sus hijos uno a uno, y se fue
dejando, quedando, olvidando, encapsulando, resquebrajando, malviviendo… pero
llegó la tele con esa maravillosa historia de amor, sabrosa y sensual que le hacía
entrever dulces sensaciones.
El sudor bañaba su cuerpo todo, no tan
solo por su inducida excitación sino también por los 52 grados que abrazaban a
la ciudad, cuando de pronto un estruendo la ensordeció, un gutural rugido salía
desde las entrañas mismas de la tierra. El piso se abrió en un profundo surco,
las paredes cayeron. Ella de un solo salto estuvo a salvo en medio de su
jardín, y en un instante de lucidez pensó en los que habían quedado
atrapados entre los escombros y ella allí, libre, segura.
¡Cómo no iba a hacer algo para salvar lo
que más amaba!?
Después de todo, él la había hecho muy
feliz, la transformó en mujer; por él conoció el amor, por él vibró de
felicidad con su primer orgasmo. No lo pensó más. Pese a
que la tierra seguía temblando, pese al miedo, pese a la incertidumbre, entró
nuevamente a la casa y con sus propias manos, cavó, levantó los escombros y lo
encontró.
Sus heridas, aunque graves, ella las
curaría.
Con esfuerzo sobrehumano, lo levantó en
sus brazos y tambaleando, llevó al medio del jardín, el lugar más seguro, a su
viejo televisor, y juntos fueron testigos del derrumbe.