La muerte del árbol


Hoy es mi día especial para encarar este tema.

En mi jardín tenía un olmo inmenso, de más de diez metros de alto, con sus raíces exageradamente largas e invasivas. Sus brazos desordenados y enormes eran verdaderos árboles aéreos de gran porte que cubrían los techos y cobijaban los nidos de los horneros. Su copa era protectora y muy contenedora, me protegía del intenso sol del verano y los cientos de pájaro que vivían en ella alegraban mi despertar por las mañanas.

Un mal día, decidí sacarlo y contraté un “arbolero” que pasó muchas horas estudiando, analizando el lugar exacto en que anudaría las sogas; el momento justo en que sus compañeros jalarían de ella para coincidir con el último hachazo que haría caer esa rama en el lugar indicado.

La contienda entre el olmo y el arbolero fue feroz.
Sus ramas respondían con dureza a los hachazos. Se agitaban. Cimbraban con fiereza ante cada golpe. Silbaban con el viento y ese silbido se asemejaba mucho a un aullido de dolor.

Presenciar esa lucha entre el árbol y el arbolero fue estresante para mí y una agonía lenta y dolorosa para el olmo. Sus raíces le impedían huir de su asesino.

Intenté acariciar su tronco lastimado por los primeros golpes y me con­movió ver unas enormes gotas melosas y oscuras derramarse, lentamente, por su corteza, dándole un terrible marco a la dolorosa y lenta muerte del árbol.

Sentí dentro de mí una congoja indescriptible. 

Palpité su dolor. Me quebré por la culpa. Mi 

corazón se estrujó.


                                     
                                 La muerte del árbol
                                                        ((Cristina Leiva - Cris,  Lacarancha)


El árbol caido - Lisandro Aristimuño







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