Una semana pesada, densa.
El cansancio gana y lo único que espera es una cama cómoda, poder
estirar sus piernas, acomodar sus huesos y dormir y dormir y dormir.
Con su mente en
blanco ningún pensamiento la invade ya; una música suave y melosa la envuelve.
Poco a poco se deja ganar por ese letargo dulce y tibio que la hace sentir tan
reconfortada. Primero los pies… las piernas… la espalda… los hombros.
Su espíritu se eleva
lentamente sobre ella en un cúmulo de recuerdos distantes, tantos, que no
alcanza a distinguir cual de ellos es el
primero y cual el último. Se siente tan plácidamente en paz.
Llega a su memoria aletargada la imagen de él, alto, seductor,
que la sigue en cada paso y apenas le
roza sus cabellos su cuerpo se estremece, una tropilla de caballos revoluciona
fuertemente su corazón y todos los poros
de su piel se abren para recibirlo.
Sabe que ese hombre que acaba de conocer, que la inquieta, que la
desea, que la calienta, es el definitivo
en su larga vida llena de ricas experiencias amorosas y reconoce en él al amor
único, definitivo y total que la acompaña hasta hoy.
En su dulce y tranquilo sueño comprende que el amor es como
ese traje que le queda perfecto, que no le sobra, ni le falta, ni le ajusta, ni
le incomoda, ni la lastima; así, como la propia piel… el traje perfecto.
Emite un susurrante sonido de placer. Y duerme … y duerme… y
duerme...Duerme junto a el… le
toma de las manos …
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