Era noble, trabajadora y de una rústica belleza. Su piel terrosa como
las aguas del Bermejo y su espíritu manso algunas veces y otras tan furioso y
turbulento
como ese mismo rio que la había acunado al nacer la hacían ver una mujer
llena de secretos, misteriosa, solitaria, y tan lejana.
Eloísa, ese era su nombre, un día fue atrapada
por un extraño sueño y se vio allá, a la distancia, donde comienza el tiempo y
se separa el pángeas y se forman los mares, emergiendo de las aguas, asomando a
la superficie de un salto, con sus largos cabellos que cubrían como un cálido
manto su terrosa piel de rio, cabalgando en la primera ola de la creciente,
sumergiéndose en sus revueltas aguas y emergiendo con placer ante los rayos del
sol.
Se vio trepando a los árboles de la ribera en
las siestas amables y tranquilas.
Se vio también recogiendo las lágrimas vertidas por
los sauces llorones y guardándolas dentro suyo hasta que en las diáfanas
noches de luna, cuando su tremenda soledad dolía, desbordaba en llanto, luego, el
despertar en su realidad.
En sus
noches de vigilia esperaba…esperaba que nuevamente Abelardo, su añorado compañero,
se manifestara ante sus ojos como ese mago que hiciera aparecer conejos y
pañuelos de colores de su galera, cazador de ilusiones, hacedor de sueños y que
tomándola de la mano la ayudara a salir de su encierro, pero se sumaban
los años y el tiempo no se detenía nunca, al igual que las aguas del Bermejo
que siempre corrían y corrían y corrían.
Y este fue el motivo de que Eloísa un día tomara
una decisión de la cual sería muy difícil retornar: ir al encuentro de Abelardo
.
Aferrando fuertemente en sus manos ese ñajcha que
él le obsequiara antes de su partida como tierno y fiel símbolo de su amor
buscó una espina de opuntia y con ella se atravesó el corazón.
Con el paso del tiempo, el canto de Eloísa se
escucha aun en nuestros días, entrelazarse con el sonido crujiente de las
hojas secas de los árboles y el viento lleva por el poblado un adagio de amor que
habla de serena soledad.
Y dicen los lugareños que desde
entonces, en las frías y ventosas mañanas de julio, el monte llora.
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